Isabel Zapata
38 min readJun 24, 2017

Los argonautas
Maggie Nelson

Octubre 2007. Los vientos de Santa Ana están destruyendo la corteza de los árboles de eucalipto en largos trozos blancos. Una amiga y yo desafiamos a las ramas colgantes con un picnic al aire libre durante el cual ella sugiere que me tatúe las palabras DURA DE ROER en los nudillos como un recordatorio de los posibles frutos de esa actitud. Pero en lugar de eso salen de mi boca las palabras te amo como un evocación de la primera vez que me cogiste por el culo, mi cara aplastada en piso de cemento de tu húmedo y encantador departamento de soltero. Tenías Molloy junto a la cama y un montón de pitos amontonados en un gabinete del baño abandonado en las sombras. ¿Se puede poner mejor que eso? ¿Cuál es tu placer?, me preguntaste, y luego te quedaste a escuchar la respuesta.

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Antes de conocernos, había pasado la vida entregada a la idea de Wittgenstein de que lo inexpresable está contenido, ¡inexpresablemente!, en lo expresable. Esta idea no es tan popular como su más reverencial de lo que no se puede hablar hay que callar pero es, creo, más profunda. Su paradoja es, literalmente, por qué escribo, o cómo es que me siento capaz de seguirlo haciendo.

No alimenta o exalta ninguna angustia que podamos sentir sobre la incapacidad de expresar, en palabras, aquello que las elude. No castiga a aquello que puede ser dicho por lo que, por definición, es indecible ni lo exagera imitando a una garganta apretada: lo que diría, si las palabras fueran suficientemente buenas. Las palabras son suficientemente buenas.

Es ocioso culpar a una red por tener hoyos, dice mi enciclopedia.

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Así puedes tener ambos: tu iglesia vacía con su piso de tierra perfectamente barrido y tus espectaculares vitrales brillando junto a las vigas de la catedral. Porque nada de lo que digas puede joderle el espacio a dios.

He explicado esto otras veces. Pero ahora estoy intentando decir algo distinto.

Pronto entendí que también tú te habías pasado la vida entregado a la convicción de que las palabras no son suficientemente buenas. No sólo no son suficientemente buenas, sino que son corrosivas de todo aquello que es bueno, de todo lo real, de todo lo que fluye. Discutimos mucho sobre esto, llenos de brío, no de malicia. Una vez que nombramos algo, dijiste, no podemos volverlo a ver como antes. Todo lo innombrable se derrumba, se pierde, es asesinado. A esto le llamabas la función-corta-galletas de nuestra mente. Decías saberlo no por haber esquivado al lenguaje sino por estar sumergido en él, en la pantalla, en conversaciones, en el escenario, en el papel. Yo argumentaba algo parecido a Thomas Jefferson con las iglesias –por la plétora, por el movimiento del caleidoscopio, por el exceso. Insistía en que las palabras hacían algo más que nombrar y te leía en voz alta el principio de las Investigaciones filosóficas. ¡Losa!, gritaba, ¡losa!

Por un tiempo pensé que yo había ganado. Concediste que podía haber un humano bueno, un animal humano bueno, incluso si ese animal humano usaba el lenguaje, incluso si su uso del lenguaje de alguna forma definía su humanidad, incluso si la humanidad misma significaba destruir y prenderle fuego al planeta entero, así precioso y vasto como es, junto con su (nuestro) futuro.

Pero yo también cambié. Miré las cosas innombrables de nuevo, al menos las cosas cuya esencia vacila, fluye. Volví a admitir la tristeza de nuestra eventual extinción y la injusticia de nuestro extinguir a otros. Dejé de repetir, presumida, que todo aquello que puede ser pensado, puede ser pensado claramente[1] y me pregunté otra vez si realmente todo puede ser pensado.

Y tú, hayas dicho lo que hayas dicho, jamás imitaste a una garganta apretada. De hecho corriste delante de mí con al menos con una vuelta de ventaja, las palabras fluyendo en tu estela. ¿Cómo hubiera podido alcanzarte (es decir, ¿cómo pudiste desearme?)?

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Uno o dos días después de mi pronunciamiento de amor, sintiéndome salvaje de tan vulnerable, te mandé el fragmento de Roland Barthes por Roland Barthes en el que Barthes describe cómo el sujeto que pronuncia la frase te amo es como el argonauta que renueva su barco durante la travesía sin cambiarle el nombre. Así como las partes del Argo pueden reemplazarse sin que la nave deje de ser el Argo, siempre que el amante pronuncie la frase te amo su significado debe renovarse, porque la tarea del amor y del lenguaje es justamente darle a una misma frase inflexiones que serán por siempre nuevas.

Pensé que era un fragmento romántico, pero tú lo entendiste como una posible retracción. En retrospectiva, supongo que era ambas cosas.

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Perforaste mi soledad, te dije. Había sido una soledad útil, construida alrededor de una sobriedad reciente, de largas caminatas desde la Y a través de los sórdidos callejones de Hollywood, llenos de buganvilias, de los recorridos sobre Mulholland para matar las noches largas y, claro, de los maniáticos ataques de escritura, aprendiendo a dirigirme a nadie. Siento que puedo darte todo sin perderme a mí misma, susurré en tu cama del sótano. Ése es el premio de una soledad bien trabajada.

Unos meses más tarde pasamos la navidad juntos en un hotel del centro de San Francisco. Yo había reservado la habitación por internet con la esperanza de que mi reservación de la habitación y el tiempo que pasáramos en ella te hiciera amarme para siempre. Terminó siendo uno de esos hoteles que son baratos porque están pasando por renovaciones sorprendentemente torpes y porque estaba en medio de la nada. Pero nosotros teníamos cosas más importantes que atender. El sol se filtraba por las viejas persianas venecianas apenas lo necesario para oscurecer a los trabajadores que martillaban afuera mientras estábamos en lo nuestro. Sólo no me mates, te pedí mientras te quitabas tu cinturón de cuero, sonriendo.

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Después de Barthes lo intenté de nuevo, esta vez con un fragmento de un poema de Michael Ondaatje:

Besar tu vientre
besar el barco herido
de tu piel. La historia
es donde viajas
y lo que llevas contigo

nuestros vientres han sido
besados por extraños
para el otro

por mi lado
yo bendigo a todo aquel
que te haya besado aquí.

No te mandé el fragmento porque hubiera, de ningún modo, alcanzado su serenidad. Lo mandé más bien esperando, algún día, llegar a hacerlo: que mis celos retrocedieran y que yo fuera capaz de considerar los nombres y las imágenes que otros habían dibujado en tu piel sin sentir disolución o asco. (Al principio hicimos una visita romántica al Dr. Tattoff en Wilshire Boulevard, entusiasmados con la idea de borrar las marcas. Nos marchamos cabizbajos con los precios, con lo improbable que era erradicar la tinta por completo.)

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Después de comer, mi amiga que propuso el tatuaje DURA DE ROER me invita a su oficina, donde me ofrece googolear tu nombre por mí. Quiere saber si el internet nos revela el pronombre que prefieres, porque aunque pasamos cada segundo de nuestro tiempo libre juntos en la cama y ya hasta hablamos de mudarnos, o tal vez por eso, no me atrevo a preguntar. Me he convertido en un estudio breve en evitar pronombres. La clave está en acostumbrar al oído a escuchar el mismo nombre una y otra vez. Aprender a refugiarse en cul-du-sacs gramaticales, relajarse en una orgía de especificidad. Aprender a tolerar una instancia más allá de Dos, precisamente al momento de intentar representar una asociación, incluso una nupcial. Las nupcias son lo contrario de la pareja. Ya no hay más animales binarios: pregunta-respuesta, masculino-femenino, hombre-animal, etcétera. Es posible que una conversación sea simplemente eso: el contorno de un devenir.[2]

Uno puede volverse todo un experto en el arte de esa conversación así, pero hasta la fecha es casi imposible para mí comprar un boleto de avión o negociar con el departamento de recursos humanos sin destellos de vergüenza o desconcierto. No es realmente mi vergüenza o desconcierto, más bien me avergüenza (o simplemente me encabrona) la persona que se equivoca constantemente en lo que da por hecho y tiene que ser corregida, pero a la que no puedo corregir porque las palabras no son suficientemente buenas.

¿Cómo pueden las palabras no ser suficientemente buenas?

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Echada en el piso de la oficina de mi amiga y con el corazón roto, me asomo mientras navega en un mar de información brillante que no tengo ganas de saber. Yo quiero al tú que nadie más puede ver, al tú tan cercano que ni siquiera hace falta aplicar la tercera persona. “Mira, aquí hay una cita de John Waters que dice ‘ella es muy hermosa’, así que quizá deberías usar el femenino. ¡Digo, es John Waters!”. Pero eso fue hace años. Puede ser que las cosas hayan cambiado.

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Cuando hiciste tu película butch-buddy, By Hook or By Crook, tú y tu coguionista, Silas Howard, decidieron que los personajes de las marimachas se hablarían entre ellos en masculino, pero en el mundo exterior de supermercados y figuras de autoridad la gente usaría el femenino para dirigirse a ellos. El punto no era que si el mundo exterior estaba correctamente instruido respecto al pronombre adecuado, todo funcionaría sin problema: aunque la gente externa se dirigiera a los personajes como “él”, era un “él” diferente. Las palabras cambian según quién las diga, contra eso no hay cura. La respuesta no está sólo en inventar palabras nuevas (boi, cisgénero, andro-fag) y materializar su significado (sin embargo, hay poder y pragmatismo en eso). Uno también debe estar alerta a la multitud de posibles usos, posibles contextos, las alas con las que cada palabra puede volar. Como cuando susurras eres sólo un agujero, déjame llenarte. Como cuando digo esposo.

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Al poco tiempo de conocernos fuimos a una cena en la que una mujer (presumiblemente heterosexual, o al menos casada con un hombre) que conocía a Harry desde hacía algún tiempo me preguntó “Entonces, ¿habías estado con otras mujeres antes de Harry?” Me tomó por sorpresa pero eso no le impidió continuar: “a las mujeres heterosexuales siempre les ha gustado Harry.” ¿Harry era una mujer? ¿Yo era una mujer heterosexual? ¿Qué tenían en común las relaciones que yo había tenido con otras mujeres y ésta? ¿Por qué tenía que pensar en otras mujeres heterosexuales a las que les gustaba mi Harry? ¿Era su poder sexual, que a mí ya me parecía inmenso, una especie de conjuro en el que yo había caído y del que saldría abandonada cuando él se fuera a seducir a otras? ¿Por qué me estaba hablando así esa mujer, a la que acababa de conocer? ¿Cuándo iba a regresar Harry del baño?

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Hay gente a la que le enoja la historia en que Djuna Barnes, en vez de identificarse como lesbiana, prefería decir que “simplemente amaba a Thlema”. Gertrude Stein hacía, supuestamente, afirmaciones similares, aunque no en estos términos exactos, sobre Alice. Entiendo que políticamente es un poco enloquecedor, pero también me parece algo romántico, en el sentido de que un romance pone la experiencia individual del deseo por encima de la categórica. La historia me recuerda la defensa que hacía el historiador del arte T. J. Clark de su interés por el pintor Nicolas Poussin, del siglo XVIII, ante interlocutores imaginarios: “Llamarle al interés por Poussin nostálgico o elitista es como llamarle al interés que alguien tiene por el ser amado ‘hetero (o homo) sexual’ o ‘exclusivo’ o ‘posesivo’. Sí, puede ser que así sea, ésos pueden ser los parámetros aproximados, lamentablemente, pero puede que el interés mismo sea más completo y humano y traiga consigo más posibilidad y compasión humana que intereses que no están contaminados por ese afecto o compulsión.” Aquí, como en todos lados, la contaminación profundiza en vez de descalificar.

Además, todo mundo sabe que Barnes y Stein tenían relaciones con mujeres además de Thelma y Alice. Alice lo sabía, también: dicen que se puso tan celosa cuando descubrió que la novela de Stein Q. E. D. contaba la historia en clave del triángulo amoroso en la que estaban involucradas Stein y una tal May Bookstaver, que Alice (que también era la editora y mecanógrafa de Stein) logró omitir toda aparición de la palabra May o may cuando trascribió Stanzas in Meditation, desde entonces una colaboración involuntaria.

Para febrero yo me la pasaba manejando por la ciudad viendo departamento tras departamento, intentando encontrar uno lo suficientemente grande para nosotros y tu hijo, a quien aún no conocía. Eventualmente encontramos una casa en una loma con pisos relucientes de madera oscura, una vista hacia la montaña y una renta carísima. El día que nos dieron la llave, dormimos en un ataque de vértigo sobre una cobija delgada que pusimos en el piso de lo que sería nuestra primera habitación juntos.

Esa vista. Pueden haber sido un montón de matorrales ásperos con un pantano estancado en la punta, pero por dos años fue nuestra montaña.

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Y así, como si nada, de pronto estaba doblando la ropa limpia de tu hijo. Acababa de cumplir tres. ¡Qué calcetines tan pequeños! ¡Y los calzoncitos! Me maravillaban. Le preparaba chocolate caliente con la cantidad de polvo que cabe en el borde de una uña y jugaba Soldado caído con él durante horas. El juego se trataba de que él se dejara caer con todo su equipo (la malla de la armadura, espada, funda y una pierna herida en combate envuelta en un trapo). Yo era la bruja buena azul que tenía que esparcir polvos curativos sobre él para traerlo de vuelta a la vida. Tenía una gemela malvada que lo había envenenado con sus polvos tóxicos, pero ahora yo estaba ahí para salvarlo. Se quedaba quieto, con los ojos cerrados y una leve sonrisa en la boca mientras recitaba mi monólogo: ¿De dónde pudo haber venido este soldado? ¿Cómo llegó tan lejos de su casa? ¿Está gravemente herido? ¿Estará feliz o enojado cuando despierte? ¿Sabrá que soy buena o me confundirá con mi gemela malvada? ¿Qué puedo decir para revivirlo?

Durante ese otoño había letreros amarillos SÍ A LA PROPOSICIÓN 8[3] por todos lados, especialmente clavados en una montaña, que por lo demás era baldía y hermosa, por la que pasaba todos los días camino al trabajo. El letrero mostraba cuatro figuras de palo alzando sus manos al cielo en un paroxismo de alegría (la alegría, supongo, de la heteronormatividad, aquí indicada por el hecho de que una de las figuras de palos lucía una falda de triángulo). (¿Qué es ese triángulo, después de todo? ¿Mi coño?)[4] PROTEJAMOS A LOS NIÑOS DE CALIFORNIA, aplaudían las figuras de palo.

Cada vez que pasaba frente al letrero clavado en la inocente montaña, pensaba en el Self-Portrait/Cutting de Catherine Opie (1993), en el que la artista fotografió su espalda tallada con una casa y dos figuras de mujer palo tomadas de la mano (¡dos faltas de triángulo!) junto con un sol, una nube y dos pájaros. Tomó la foto mientras su espalda seguía escurriendo sangre. “Opie, que recientemente se había separado de su pareja, deseaba en aquel momento empezar una familia, y esa imagen radiaba todas las dolorosas contradicciones inherentes a ese deseo”, explican en Art in America.

No entiendo, le dije a Harry, ¿quién quiere una versión del poster de la proposición 8, pero con faldas de triángulo?

Tal vez Cathy, me contestó, y se encogió de hombros.

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Escribí un libro sobre domesticidad en la poesía de ciertos hombres y mujeres homosexuales (Ashbery, Schuyler, Mayer, Notley). Escribí este libro mientras vivía en Nueva York, en un departamento minúsculo en un ático que se calentaba demasiado en Brooklyn, por el que pasaba el metro F. Tenía un horno inservible lleno de caca de ratón petrificada, un refrigerador vacío salvo por algunas cervezas y barras Balance de yogurt, miel y cacahuate, un futón que hacía las veces de cama sobre un pedazo de triplay apoyado inestablemente en cartones de leche y un piso a través del cual se escuchaba standclearoftheclosingdoors mañana, tarde y noche. Pasaba aproximadamente siete horas del día acostada en esta cama, si acaso, y la mayoría del tiempo dormía en otro lado. Escribía casi todo lo que escribía y leía casi todo lo que leía en público, así como escribo esto ahora.

Me sentí feliz en departamentos rentados en Nueva York durante tanto tiempo porque rentar (o al menos la manera en la que yo rentaba, que implicaba nunca jamás levantar un dedo para mejorar mi entorno) te permite, literalmente, dejar que el mundo se venga abajo. Luego, cuando se vuelve demasiado, simplemente te mueves.

Muchas feministas han argumentado por el declive de lo doméstico como una esfera aparte, inherentemente femenina, y por reivindicar la domesticidad como una ética, un afecto, una estética, un público. [5] No estoy segura de lo que esta reivindicación significaría, exactamente, pero creo que mi libro estaba enfocado en algo parecido. Sin embargo, creo que lo hacía porque yo no tenía lo doméstico, y eso me gustaba.

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Disfrutaba Soldado caído porque me permitía ver la cara de tu hijo en reposo mudo: grandes ojos almendrados, la piel empezando a llenarse de pecas. Y claramente él también encontraba un placer relajante y nuevo en permanecer así, acostado, protegido por una armadura invisible, mientras una extraña que rápidamente se estaba convirtiendo en su familia levantaba cada extremidad y la volteaba, buscando la herida.

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Hace poco, una amiga vino a casa y tomó una taza de la repisa para servirse café, una taza que era un regalo de mi madre, de ésas que se pueden comprar por Internet en Snapfish y que traen impresa una foto que tú elijas. Me horroricé cuando la recibí, pero es la taza más grande que tenemos así que la conservamos en caso de que a alguien se le antoje una leche tibia, algo así.

¡Caray!, dijo mi amiga mientras la llenaba, nunca en la vida había visto algo tan heteronormativo.

En la foto de la taza estamos mi familia y yo, vestidos para ir a ver El cascanueces en navidad, un ritual que era importante para mi madre durante mi infancia y que hemos retomado con ella ahora que hay niños en mi vida. En la foto tengo siete meses de embarazo de lo que se convertiría en Iggy y llevo una cola de caballo y un vestido de print de leopardo, Harry y su hijo traen puestos trajes oscuros iguales y se ven elegantísimos. Estamos parados frente a la chimenea de casa de mi madre, de la que cuelgan botas navideñas estampadas con monogramas. Nos vemos felices.

¿Pero qué hay en ella que es heteronormativo en esencia? ¿Que mi madre haya mandado a hacerla en un servicio burgués como Snapfish? ¿Qué estemos claramente participando, o consintiendo en participar, en una larga tradición de familias que se toman una foto en navidad? ¿El hecho de que mi madre me haya regalado la taza, en parte para indicar que reconoce y acepta a mi tribu como parte de la familia? O mi embarazo, ¿eso cuenta como inherentemente heteronormativo? ¿O es la supuesta oposición de homosexualidad y procreación (o, para afinarlo aún más, maternidad) más una aceptación reaccionaria de cómo las cosas han cambiado para los homosexuales que la marca de alguna verdad ontológica? ¿A medida que más homosexuales tengan hijos, esa supuesta oposición se irá desvaneciendo? ¿La vas a extrañar?

¿Hay algo inherentemente queer en el embarazo mismo, en tanto que altera profundamente el estado “normal” y ocasiona una intimidad radical con (y una alienación radical del) cuerpo propio? ¿Cómo puede una experiencia tan profundamente extraña y salvaje y transformadora simbolizar también o representar la conformidad más esencial? ¿Qué hay del hecho de que Harry no sea masculino ni femenino? Soy especial, un ‘dos en uno’ dice su personaje Valentine en By Hook or By Crook.

¿Cómo o cuándo los nuevos sistemas de parentesco imitan arreglos tradicionales de familia nuclear y cómo o cuándo los recontextualizan radicalmente de una manera que constituya una reconsideración del parentesco?[6] ¿Cómo podemos establecerlo, o más bien, quién puede establecerlo? Dile a tu novia que se busque a otro niño para jugar a la casita, dijo tu ex cuando nos mudamos juntos.

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Puede sentirse bien alinearse con lo real, sugiriendo que otros están en juego, aproximada o íntimamente. Pero cualquier demanda fija en el realismo, en especial si está vinculada a una identidad, también tiene algo de psicótico. Si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey.[7]

Quizá es por esto que la noción de “sentirse real” del psicólogo D. W. Winnicott, me conmueve tanto. Uno puede aspirar a sentirse real, uno puede ayudar a otros a sentirse reales: sentimiento que Winnicott describe como la sensación primaria y completa de vivacidad, “la vivacidad de los tejidos corporales y el funcionamiento de los órganos del cuerpo, incluyendo las acciones del corazón”, que hace posible un gesto espontáneo. Para

Winnicott, sentirse real no tiene que ver con reaccionar a estímulos externos y tampoco es una identidad. Es una sensación, una sensación que se propaga. Entre otras cosas, te hace querer vivir.

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Para algunas personas, es placentero alinearse con una identidad. You make me feel like a natural woman, popularizado primero por Aretha Franklin y luego por Judith Butler, que se enfocó en la inestabilidad que este símil inventa. Pero alinearse con una identidad también tiene algo de horroroso, por no decir imposible. No es posible vivir veinticuatro horas al día inmerso en la conciencia inmediata del sexo propio. La autoconciencia de género es piadosa, su naturaleza vacilante.[8]

Un amigo dice que él piensa en el género como un color. Ambos comparten una cierta indeterminación ontológica: no es del todo correcto decir que una objeto es un color ni decir que el objeto tiene un color. El contexto también lo cambia: todos los gatos son grises, etcétera. El color tampoco es voluntario, precisamente. Pero ninguna de estas formulaciones quiere decir que el objeto en cuestión sea incoloro.

La mala lectura (de ‘Genero en disputa’) es más o menos así: puedo levantarme en la mañana, asomarme a mi clóset y decidir qué género quiero ser hoy. Puedo sacar una prenda de ropa y cambiar mi género, estilizarlo, y luego por la noche puedo cambiarlo otra vez y ser algo radicalmente distinto, de modo que lo que obtienes es una especie de mercantilización del género y un entendimiento de éste como una clase de consumismo… pero mi punto era que la formación misma del sujeto, la formación misma de las personas, presupone al género de cierto modo, que el género no se elige y que la “performatividad” no es una elección radical y no es voluntarismo… la performatividad tiene que ver con la repetición, con frecuencia con la repetición de normas de género opresivas y dolorosas, para obligarlas a re-significarse. Esto no es cuestión de libertad, sino de arreglárselas para manejar la trampa en la que inevitablemente nos encontramos.[9]

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Deberías pedir una taza tu también, reflexionó mi amiga mientras se tomaba el café. Por ejemplo, ¿qué tal una foto de la cabeza de Iggy coronando en toda su sangrienta gloria? (Ese día, yo le había contado que me sentí levemente ofendida de que mi madre no hubiera querido ver las fotos de mi parto. Después Harry me recordó que casi nadie quería ver fotos de partos, al menos no las más explícitas, y yo me vi obligada a aceptar que mis sentimientos previos sobre las fotos de partos ajenos confirmaban esa afirmación. Pero en mi neblina postparto, yo sentía que haber dado a luz a Iggy un logro gigantesco y ¿no se sentía mi madre orgullosa de mis logros? Por dios, hasta había enmicado la página del New York Times en la que me anunciaban como ganadora de la beca Guggenheim. Como no fui capaz de tirar el mantel Guggenheim a la basura (ingratitud), pero no sabía qué hacer con él, desde entonces está debajo de la sillita de Iggy para atrapar la comida que se cae. Dado que esa beca básicamente pagó por su concepción, cada vez que le quito pedacitos de avena molida o de brócoli, siento una vaga emoción de justicia.)

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Durante nuestras primeras incursiones como pareja me sonrojaba mucho. Me sentía mareada por mi buena suerte, incapaz de contener el hecho casi explosivo de haber conseguido todo lo que siempre había deseado, todo lo que se podía tener. Guapo, brillante, ingenioso, articulado, vigoroso, tú. Nos pasábamos horas y horas en el sillón rojo, muertos de risa. La policía de la felicidad va a venir a arrestarnos si seguimos así. Nos van a arrestar por nuestra buena suerte.

¿Qué tal si donde estoy es lo que necesito?[10] Antes de ti, siempre pensé en este mantra como una manera de encontrar paz después de algún contratiempo o incluso una situación catastrófica. Nunca pensé que también podía aplicar para la dicha.

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En Los diarios del cáncer, Audre Lorde se lanza en contra del imperativo de optimismo y felicidad presente en el discurso que rodea al cáncer de mama. “¿De verdad estaba luchando contra la propagación de la radiación, el racismo, la matanza de mujeres, la invasión química de nuestros alimentos, la contaminación, el abuso y la destrucción de la juventud, solamente para evitar hacerme cargo de mi primera y más importante responsabilidad: ser feliz?”, escribió Lorde. “¡Busquemos la ‘felicidad’ en lugar de comida de verdad y aire limpio y un futuro más sano en un planeta habitable! Como si la felicidad por sí misma pudiera protegernos de los resultados de la locura del lucro.”

La felicidad no es una protección y menos una responsabilidad. La libertad de ser feliz restringe a la libertad humana si no hay libertad para no ser feliz.[11] Pero cualquiera de las dos libertades se puede convertir en hábito y sólo tú sabes cuál has escogido.

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La historia de la boda de Mary y George Oppen es una de las únicas que conozco en las que el matrimonio de una pareja heterosexual se vuelve más romántico por la virtud misma de ser un engaño. Una noche de 1926, Mary tuvo una cita con George, a quien conocía muy poco por una clase de poesía en la universidad. Así lo recuerda ella: “Vino a recogerme en el Ford T de su amigo y manejamos hasta las afueras de la ciudad, nos sentamos a hablar, hicimos el amor y seguimos hablando hasta el amanecer… hablamos como nunca habíamos hablado antes, en un derrame.” Cuando regresó a los dormitorios por la mañana, Mary descubrió que había sido expulsada, George suspendido. Así que se escaparon juntos, pidiendo aventón en la carretera.

Antes de conocer a George, Mary había decidido firmemente no casarse por considerar al matrimonio una “trampa desastrosa”. Pero también sabía que viajar con George sin estar casados los ponía en peligro por la Ley Mann, una de las muchas leyes en la historia de Estados Unidos supuestamente encausadas a perseguir actos inequívocamente malos como la esclavitud sexual, pero de hecho usadas para acosar a cualquiera cuyas relaciones fueran consideradas “inmorales” por el Estado.

Así que en 1927, Mary se casó. Éste es su recuento de ese día: “Aunque yo estaba totalmente convencida de que mi relación con George no era asunto del Estado, el riesgo de ser arrestados nos asustaba tanto que decidimos casarnos en Dallas. Una chica que conocimos me dio un vestido de terciopelo morado y su novio medio litro de ginebra. George se puso los pantalones bombachos de un amigo de la universidad, pero no nos tomamos la ginebra. Compramos un anillo de diez centavos y fuimos al horrible palacio de justicia rojo que todavía está en Dallas y dimos mi nombre, Mary Colby, y el nombre que entonces usaba George, David Verdi, porque estaba huyendo de su padre.”

Y así fue como Mary Colby se casó con David Verdi, pero nunca precisamente con George Oppen. Le dieron el la vuelta al Estado, y de paso a la familia rica de George (que para entonces ya había contratado un investigador privado para encontrarlos). Ese vuelta se convirtió después en un rayo de luz que se filtró en su casa durante los siguientes 57 años. 57 años de alterar el paradigma, con ardor.

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Hace tiempo que sé de locos y de reyes, hace tiempo que sé cómo es sentirse real. Hace tiempo que tengo la fortuna de sentirme real, sin importar los bajones y depresiones en el camino. Y hace tiempo que sé que el orgullo queer es negarse a sentir vergüenza al ser testigo de cómo el otro siente vergüenza por ti.[12]

¿Entonces por qué las indirectas de tu ex sobre jugar a la casita me dolieron tanto?

A veces uno tiene que saber las cosas una y otra vez. A veces uno olvida y luego recuerda. Luego olvida, recuerda y olvida otra vez.

No sólo con el conocimiento, también con la presencia.

Si el bebé pudiera hablarle a su mamá, dice Winnicott, esto es lo que podría decir:

Te encuentro
sobrevives a lo que te hago mientras tardo en reconocerte como no-yo
te uso
te olvido
pero tú me recuerdas
sigo olvidándote
te pierdo
estoy triste

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El concepto de maternidad “suficientemente buena” de Winnicott ha resurgido recientemente. Se puede encontrar en cualquier lugar, desde blogs de maternidad o ¿Tú eres mi mamá?, la novela gráfica de Alison Bechdel, hasta círculos de teoría crítica. (Uno de los títulos posibles de este libro, en un universo alterno: ¿Por qué no Winnicott?)

Sin embargo, a pesar de su popularidad, todavía es difícil conseguir la intimidante serie de libros titulada Obras reunidas de D. W. Winnicott. Su obra se encuentra más bien en pequeños fragmentos que han sido contaminados por su relación con madres reales y fastidiosas, o en lugares mediocres que prohíben toda consagración de Winnicott como un peso pesado de la psicología. Al reverso de una colección, anoto las siguientes fuentes de los ensayos ahí contenidos: una presentación para la Asociación de Guarderías de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, transmisiones sobre maternidad de la BBC, una sesión de preguntas y respuestas de un programa de la BBC de nombre La hora de la mujer, conferencias sobre lactancia, seminarios para parteras y “cartas al editor”.

Fuentes tan humiles y contaminadas son sin duda parte de los motivos por los que, durante el primer año de vida de Iggy, Winnicott fue el único psicólogo infantil que despertó cualquier interés en mí. El sadismo infantil mórbido y el pecho malo de Klein, la célebre saga de Edipo y el fort/da temeroso de Freud, el pesado Imaginario y Simbólico de Lacan: de pronto nada de eso me parecía lo suficientemente irreverente para hablar sobre la situación de ser un bebé o de cuidar a uno. ¿La castración y el falo nos dicen las Verdades profundas de la civilización occidental o la verdad de cómo son cosas que bien podrían ser de otra manera?[13] Me sorprende y me avergüenza pensar que durante años estas preguntas no sólo me parecieron comprensibles, sino emocionantes.

Frente a una gravitas tan falo céntrica, me voy deslizando hacia un estado de ánimo cada vez más delincuente y anti-interpretativo. En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.[14] Pero hasta una erótica se siente demasiado pesada. No quiero un eros o una hermenéutica de mi bebé: ninguna de las dos es lo suficientemente sucia, lo suficientemente alegre.

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Es una de las largas tardes que se han combinado para formar la larga tarde que es la infancia de Iggy, lo veo detenido en cuatro patas a la entrada de nuestro patio mientras contempla qué hoja de roble va a triturar primero con su decidido gateo. Su lengua pequeña y suave, siempre blanqueada en el centro por la leche, sale de su boca con anticipación mansa, una tortuga asomándose desde su caparazón. Quiero hacer pausa aquí, acaso para siempre, para saludar al breve momento antes de tener que ponerme en acción y convertirme en aquella que elimina el objeto inapropiado o, si es demasiado tarde, la que debe recogerlo de su boca.

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Tú, lector, estás vivo hoy, leyendo esto, porque alguien supervisó adecuadamente la exploración de tu boca. Frente a este hecho, Winnicott sostiene la posición, relativamente insensible, de que no le debemos nada a estas personas (con frecuencia mujeres, pero no siempre). Pero sí nos debemos a nosotros mismos “un reconocimiento intelectual del hecho de que al principio fuimos absolutamente dependientes (psicológicamente) y de que absolutamente significa absolutamente. Por fortuna, nos encontramos con una devoción ordinaria.”

Por devoción ordinaria, Winnicott quiere decir devoción ordinaria. “Es una observación trillada cuando digo que por devota quiero decir simplemente devota.” Winnicott es un escritor para el que las palabras ordinarias son suficientemente buenas.

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Tan pronto como nos mudamos juntos, nos enfrentamos a la tarea urgente de formar para tu hijo un hogar que se sintiera abundante y contenido (lo suficientemente bueno) y no débil o roto. (Estos términos poéticos vienen de La casa de mamá, la casa de papá, un clásico para familias queer.) Pero eso no es cierto del todo, porque sabíamos de esta tarea desde antes; fue, de hecho, uno de los motivos por los que nos mudamos juntos tan rápido. Lo que surgió de pronto fue la tarea urgente frente a mí: aquella de aprender a ser una madrastra. ¡Hablando de identidades en tensión! Mi padrastro no era perfecto, pero cada palabra que he pronunciado en contra suya ha regresado como una aparición ahora que entiendo lo que es estar en esa posición, estar sostenido en ella.

Cuando eres una madrastra o un padrastro no importa qué tan maravilloso seas, cuánto amor tengas para dar; no importa que tan maduro o sabio o exitoso o inteligente o responsable seas, eres estructuralmente vulnerable a ser odiado o resentido y hay muy poco que puedas hacer al respecto excepto resistir y comprometerte a plantar semillas de sensatez y buen ánimo frente a cualquier tormenta de mierda a la que tengas que enfrentarte. Y tampoco esperes obtener ninguna gloria o reconocimiento de la cultura: los padres son sacrosantos, pero las madrastras y padrastros son intrusos, ególatras, cazadores furtivos, contaminantes y abusadores de menores.

Cada vez que veo la palabra hijastro en un obituario, “a X le sobreviven tres hijos y dos hijastros”, o cuando un conocido dice algo como “No puedo este fin de semana, voy a visitar a mi padrastro”, o cuando en la Olimpiadas la cámara pasa por el público y la voz en off dice “aquí está la madrastra de X, echándole porras”, mi corazón se detiene un momento para escuchar el sonido de ese lazo vuelto público y positivo.

Cuando intento descubrir que es lo que más resiento de mi padrastro, nunca es “me dio demasiado amor”. No, más bien resiento que no diera una impresión confiable de estar contento de vivir con mi hermana y conmigo (tal vez no lo estaba), que no me haya dicho a menudo que me amaba (otra vez, quizá no lo hacía –como dice uno de los libros de autoayuda sobre crianza que compré al principio, el amor es preferido, pero no necesario), que no fuera mi papá, que nos dejara después de veinte años de matrimonio con mi mamá sin decir adiós como se debe.

Creo que estás sobrestimando la madurez de los adultos, decía en su última carta, que escribió cuando me quebré y lo busqué después de un año de silencio.

Sin importar lo enojada y dolida que me sentí por su partida, reconozco que su observación era correcta, sin duda. Este pedazo de verdad, ofrecido de último momento, fue el principio de una nueva etapa de mi adultez. Me di cuenta de que la edad no trae consigo nada, salvo a sí misma. El resto es opcional.

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Familia Oso: la cama era el lugar del otro juego infantil favorito de mi hijastro. En este juego él era Bebé Oso, un osito con dificultades del habla que lo hacían empezar todas las palabras con O (primo Juan es primo Ojuan, por ejemplo). A veces Bebé Oso jugaba en casa con su familia Oso, deleitándose en su tercos errores de pronunciación, otras veces se iba por su cuenta a pescar un atún. Una mañana, Bebé Oso me bautizó como Omami, algo como Mami, pero diferente. Siempre he admirado su ingenio.

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No habíamos planeado casarnos, pero cuando despertamos la mañana del 3 de noviembre del 2008 y escuchamos las encuestas del día previo a la elección mientras preparábamos nuestras bebidas calientes, de pronto pareció que la Proposición 8 iba a ser aprobada. Nos sorprendió nuestro shock, que revelaba una confianza ingenua y pasiva en que el arco del universo moral tiende hacia la justicia, no importa cuán largo sea. Pero la justicia no tiene coordenadas ni teología. Pusimos en Google cómo casarse en Los Ángeles y salimos rumbo a Norwalk City Hall, donde el oráculo había prometido que podíamos hacerlo, depositando a nuestro pequeño en la guardería en el camino.

Mientras nos acercábamos a Norwalk (¿dónde diablos estamos?) pasamos por varias iglesias con “hombre + mujer: como dios quiere” escrito en sus marquesinas y por docenas de casas suburbanas con letreros de SÍ A LA PROPOSICIÓN 8 en sus patios, figuras de palo que se festejando sin cesar.

¡Pobre matrimonio!

Así que fuimos a matarlo (imperdonable) o reforzarlo (imperdonable).

Había un montón de tiendas de campaña blancas afuera de Norwalk City Hall y una flota de camionetas azules de Eyewitness News perdiendo el tiempo en el estacionamiento. Empezamos a echarnos para atrás, porque ninguno de los dos tenía ganas de convertirse en la imagen de un poster de queers casándose en territorio hostil los días previos a la aprobación de la Proposición 8 ni queríamos aparecer en el periódico del día siguiente al lado de un lunático con pantalones cargo blandiendo un letrero de DIOS ODIA A LOS MARICONES. Adentro había una fila enorme en el mostrador de matrimonios, la mayoría maricones y lenchas de todas las edades junto con un montón de parejas heterosexuales jóvenes, muchos latinos, que parecían desconcertados por la naturaleza de la multitud reunida aquel día. Los hombres mayores que estaban delante de nosotros nos dijeron que se habían casado unos meses antes, pero cuando recibieron su certificado de matrimonio por correo notaron que las firmas estaban borroneadas. Ahora buscaban, desesperados, repetir el trámite para permanecer oficialmente casados sin importar lo que pasara en las elecciones.

Contrario a lo que el internet había prometido, no había lugar disponible en la capilla, así que todas las parejas en la fila iban a tener que ir a otro sitio para obtener alguna clase de ceremonia oficial después de terminar con el papeleo. Nos costó trabajo entender cómo es que un contrato con el Estado secular podría exigir una ceremonia espiritual. Las personas que ya tenía asignado a un ministro durante ese día se ofrecieron a hacer sus ceremonias comunales para que todos los que querían casarse pudieran hacerlo antes de medianoche. Los chicos que estaban delante de nosotros hasta nos invitaron a su boda de playa en Malibú. Les agradecimos, pero mejor llamamos al 411 para preguntar por una capilla de bodas en West Hollywood — ¿no es ahí donde están los queer? Ya localicé una capilla en West Hollywood, dijo la voz del otro lado del teléfono.

La capilla de Hollywood terminó siendo un agujero en la pared al final de la cuadra donde yo había pasado los tres años más solitarios de mi vida. Unas cortinas de terciopelo marrón de mal gusto separaban la sala de espera de la capilla, y ambos espacios estaban decorados con candelabros góticos baratos, flores artificiales y un acabado color durazno. A la entrada, una drag queen cumplía la triple labor de abrir la puerta, decidir quién entraba y ser testigo en las ceremonias.

Lector: ahí nos casamos con la ayuda de la reverenda Lorelei Starbuck. Cuando la reverenda Starbuck sugirió que discutiéramos los votos por anticipado con ella, le contestamos que no tenían ninguna importancia. Insistió, así que seguimos la pauta, aunque sin pronombres. La ceremonia fue apresurada, pero cuando llegamos al momento de los votos nos quebramos: lloramos, embriagados con nuestra suerte, aceptamos dos paletas de caramelo en forma de corazón que decían LA CAPILLA DE HOLLYWOOD en la envoltura y corrimos a recoger al pequeño para ir a casa y comer budín de chocolate todos juntos, metidos en nuestros sacos de dormir en el pórtico con vista a nuestra montaña.

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Esa noche, la reverenda Starbuck (que declaraba tener denominación “metafísica” en nuestros formularios) entregó con urgencia nuestros papeles, junto con los de otros cientos, a las autoridades competentes para juzgar nuestro discurso oportuno. Para el final del día, 52% de los votantes en California habían aprobado la Proposición 8, poniendo así un alto a los matrimonios entre personas del mismo sexo a lo largo del Estado y revocando las condiciones de nuestra dicha. La capilla de Hollywood desapareció tan rápido como había surgido, a la espera, quizás, de regresar en el futuro.

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Una de las cosas más molestas de escuchar el estribillo “matrimonio entre personas del mismo sexo” una y otra vez es que no conozco a muchos queer (tal vez a ninguno) que consideren el ser del “mismo sexo” la principal característica de su deseo. Es cierto que mucha de la escritura de lesbianas sobre el sexo en la década de los setenta se trataba de sentirse excitada, e incluso políticamente transformada, por el encuentro con la similitud. Este encuentro era, es, puede ser importante, porque está relacionado con ver reflejado aquello que ha sido injuriado y con intercambiar la alienación o la repulsión internalizada por el deseo y el cuidado. Entregarse con devoción a un coño ajeno puede ser una manera de entregarse al propio. Pero sea cual sea la similitud que yo he notado en mis relaciones con mujeres, no es la de ser Mujer y ciertamente tampoco es la similitud de nuestras partes. Más bien es el entendimiento aplastante y compartido de lo que significa vivir en un patriarcado.

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Mi hijastro ya está grande para Soldado caído o Familia Oso. Mientras escribo, escucha a Funky Cold Medina en su iPod, los ojos cerrados, su cuerpo gigantesco, acostado en el sillón rojo. Nueve años.

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Hay algo realmente extraño en vivir un momento histórico en el que la desesperación y ansiedad conservadora de que los queer estén destruyendo la civilización y sus instituciones (el matrimonio, notablemente) se topa con la desesperación y ansiedad que tantos queer sienten por el fracaso o incapacidad del queerness por destruir la civilización y sus instituciones y su frustración ante la curva asimiladora, impensablemente neoliberal, de la corriente principal del movimiento LGBTIQ+, que se ha desgastado en esfuerzos por ser admitido en dos estructuras históricamente represivas: el matrimonio y el ejército. “No soy el tipo de maricón que quiere poner una calcomanía de arcoíris en una ametralladora”, declara el poeta CAConrad. Si la heteronormatividad revela algo, es el hecho perturbador de que puedes ser victimizado sin ser radical; pasa muy frecuentemente entre homosexuales y otras minorías oprimidas.[15]

Esto no es una devaluación del queerness, es un recordatorio: será un trabajo duro hacer más que luchar hasta con las garras por hacernos de un lugar en estructuras represivas.

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En octubre de 2012, cuando Iggy tenía más o menos ocho meses, me invitaron a hablar a la Universidad de Biola, una escuela cristina y evangélica cerca de Los Ángeles. El simposio anual de su departamento de arte iba a estar dedicado al tema del arte y la violencia. Por algunas semanas batallé con la decisión. Quedaba cerca y con una tarde trabajo podía pagar un mes de nana para Iggy, pero por el otro lado estaba el hecho escandaloso de que la universidad expulsa a estudiantes por ser gay o involucrarse en actos homosexuales. (Como en el “No preguntes, no lo digas” del ejército estadounidense, Biola no se detiene en la cuestión de si la homosexualidad es una identidad, un discurso o un comportamiento: sea lo que sea, están fuera.)

Para saber más, consulté la declaración doctrinal de Biola en internet, donde descubrí que, de hecho, la universidad rechaza todo el sexo fuera del “matrimonio bíblico”, definido como “la unión fiel y heterosexual entre un hombre genético y una mujer genética”. (Me impresionó lo de “genético”, ¡très au courant!) En alguna otra página web supe que hay, o había, un grupo estudiantil llamado Biola Queer Underground que surgió hace algunos años como protesta de las políticas anti gay de la escuela, activo principalmente en internet y a través de campañas en el campus. El nombre del grupo era prometedor, pero mi emoción disminuyó al leer la sección de preguntas y respuestas en su sitio web:

P: ¿Cuál es la postura de Biola Queer Underground respecto a la homosexualidad?

R: Sorpresivamente, algunas personas no tienen claro lo que pensamos sobre el LGBTIQ y el cristianismo. Para aclarar la cuestión: estamos a favor de celebrar el comportamiento homosexual en su contexto adecuado: el matrimonio… nos adherimos a los ya establecidos estándares de Biola, según los cuales el sexo premarital es pecaminoso y queda fuera de los planes que dios tiene para los seres humanos, y creemos que esto también aplica para los homosexuales y otros miembros de la comunidad LGBTIQ.

¿Qué clase de queer es esto?

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Eve Kosofsky Sedgwick quería abrir camino para que en “queer” cupieran todo tipo de resistencias y fracturas y desajustes que poco o nada tienen que ver con la orientación sexual. “Queer es un momento continuo, movimiento, motivo; recurrente, torbellino, problemático”, escribió. “Es relacional, de manera penetrante, y raro”. Ella quería que el concepto estuviera en una excitación perpetua, una especie de marcador de posición, un nominativo, como Argo, dispuesto a designar partes fundidas o cambiantes, una manera de afirmar y al mismo tiempo dar un resbalón. Esto es lo que hacen los conceptos reapropiados: retienen, insisten en retener, un sentido de lo fugitivo.

Al mismo tiempo, Sedgwick argumentó que “dada la fuerza histórica y contemporánea de la prohibición contra toda expresión sexual entre personas del mismo sexo, desconocer esos significados, o desplazarlos del centro de la definición de queer, sería desmaterializar cualquier posibilidad de queerness por sí misma”.

En otras palabras, quería ambas cosas. Hay mucho que aprender de querer ambas cosas.

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Sedgwick propuso alguna vez que “lo que toma –lo único que toma– volver la descripción de ‘queer’ verdadera es el impulso de usarla en primera persona”, y que “el uso que cualquiera le dé a ‘queer’ respecto a sí mismo tiene un significado distinto de su uso respecto a otra persona”. Tan molesto como puede ser escuchar a un hombre blanco heterosexual referirse a su propio libro como queer (¿tienes que convertirte en dueño de todo?), a fin de cuentas puede que sea para bien. Sedgwick, que estuvo casada mucho tiempo con un hombre que quien tuvo, según sus propias palabras, principalmente sexo limpio y de vainilla, supo, acaso mejor que nadie, de las posibilidades de este uso del término en primera persona. Asumió las consecuencias, igual que asumió las consecuencias de identificarse con hombres gay (por no decir como un hombre gay) y de no darle a las lesbianas mucho más que un saludo ocasional. Algunos consideraban retrógrado que una “reina de la teoría queer” mantuviera al hombre o a la sexualidad masculina en el centro de la acción (como es su libro Entre hombres: literatura inglesa y el deseo homosocial masculino), incluso si su propósito era hacer una crítica feminista.

Tales eran las identificaciones e intereses de Sedgwick: en eso era brutalmente honesta. Y en persona destilaba una sexualidad y un carisma mucho más poderoso, particular e irresistible de lo que hubieran permitido los polos de lo masculino y lo femenino, algo que tenía que ver con estar gorda, ser pecosa, sonrojarse con facilidad, andar envuelta en textiles, ser generosa y extrañamente dulce, inteligente casi hasta el sadismo y, para cuando yo la conocí, estar terminalmente enferma.

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Entre más pensaba en la declaración doctrinal de Biola, más me daba cuenta de mi apoyo a grupos privados de adultos que, en consenso, deciden vivir juntos de la manera que mejor les parezca. Si este conjunto de adultos en particular no quiere tener sexo fuera del “matrimonio bíblico”, allá ellos. Al final fue esta oración la que me quitó el sueño: “Modelos inadecuados del origen (del universo) sostienen que (a) dios nunca intervino directamente en la creación de la naturaleza y/o (b) los seres humanos compartimos ascendencia física con formas de vida anteriores”. Nuestra ascendencia compartida con formas de vida anteriores es sagrada para mí. Decliné la invitación. En mi lugar invitaron a un “gurú de las historias” de Hollywood.

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Arrebatados de dicha en nuestra casa en la colina, nos sorprendió una sombra intensa. Tu madre, a quien yo había visto una sola vez, fue diagnosticada con cáncer de seno. La custodia de tu hijo seguía sin definirse y el espectro de que nuestro destino, el destino de nuestra familia, estuviera en manos de un juez homofóbico o transfóbico pintó aquellos días verde tornado. Te esforzaste mucho para hacerlo feliz, le pusiste una resbaladilla en nuestro patio de concreto, una alberca pequeña al frente, una estación de Lego junto al calentador, un columpio colgado en su habitación. Por la noche leíamos todos juntos y antes de dormir yo me retiraba para darles tiempo a solas y escuchaba tu voz cantando I’ve Been Working on the Railroad noche tras noche tras la puerta cerrada. Leí en una de mis guías que los vínculos en desarrollo de una nueva familia se debe examinar a profundidad no cada día ni nada mes ni cada año, sino cada siete años (ese periodo de tiempo me pareció ridículo; ahora, siete años después, me parece sabio y luminoso). Tu incapacidad para habitar tu propia piel estaba alcanzando su punto más alto, tu cuello y espalda punzando de dolor todo el día, toda la noche, por tu torso (y por lo tanto tus pulmones) constreñido por más de treinta años. Intentabas permanecer envuelto incluso mientras dormías, pero por la mañana los sujetadores deportivos y tiras de tela sucia aparecían tirados en el suelo.

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Quiero que te sientas libre, dije con enojo disfrazado de compasión, compasión disfrazada de enojo.

¿Que no entiendes?, me gritaste. Nunca me voy a sentir tan libre como tú, nunca me voy a sentir en casa en este mundo, nunca me voy a sentir en casa en mi propia piel. Así son las cosas y lo serán siempre.

Bueno pues eso me da mucha lástima, dije.

O tal vez, está bien, pero no me hagas caer contigo.

Sabíamos que algo, tal vez todo, estaba a punto de quebrarse. Ojalá que no fuéramos nosotros.

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Me mostraste un ensayo sobre butches y femmes que decía “ser femme es poner honor donde hubo vergüenza”. Estabas tratando de decirme algo, de darme información que podría necesitar. No creo que tu intención fuera que me obsesionara con esa línea, tal vez ni siquiera te diste cuenta, pero con esa línea me obsesioné. Quería y todavía quiero darte cualquier regalo celebrador de la vida que pudiera ofrecer; observaba y aún observo con rabia y angustia el afán con el que el mundo arroja montones de mierda sobre los que queremos violentar o simplemente no podemos evitar violentar las normas que necesitan desesperadamente ser violentadas. Pero también me sentía confundida: nunca me había considerado femme; sabía que tenía el hábito de dar demasiado; me asustaba la palabra honor. ¿Cómo podía confesarte todo eso y permanecer dentro de nuestra burbuja, riéndome en el sillón rojo?

Te dije que quería vivir en un mundo en el que el antídoto para la vergüenza no es el honor, sino la honestidad. Me respondiste que no estaba entendiendo lo que querías decir con honor. Aún no terminamos de tratar de explicarle al otro lo que estas palabras quieren decir: tal vez nunca lo hagamos.

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En medio de todo esto empezamos a hablar sobre tener un hijo. Siempre que alguien me preguntaba por qué quería tener un bebé, me quedaba sin respuesta. Pero el silencio de ese deseo tenía las proporciones inversas de su tamaño. Lo había sentido antes, pero en años recientes había renunciado a él, o mejor dicho, lo había entregado. Pero ahí estábamos, ahora, queriendo lo que tantos quieren: que fuera el momento adecuado. Era más vieja y menos paciente, me daba cuenta de que entregarlo necesitaba convertirse en ir a buscarlo, y pronto. Cuándo y cómo lo intentaríamos, cuánto duelo habría si no lo lográbamos, si hacíamos el llamado y ningún espíritu bebé respondía.

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Como sugieren conceptos como maternidad “suficientemente buena”, el alma de Winnicott es bastante optimista. Pero también se esfuerza en recordarnos lo que vivirá un bebé si nace en un ambiente que no sea lo suficientemente bueno:

Las agonías primitivas
Caer para siempre
Todo tipo de desintegraciones
Cosas que separan a la psique del cuerpo

Los frutos de la privación
Romperse en pedazos
Caer para siempre
Morir y morir y morir
Perder todo vestigio de esperanza en la renovación de los contactos

Se podría argumentar que aquí Winnicott habla metafóricamente, como dice Michael Snediker en un contexto más adulto: “Uno no se rompe literalmente cuando es penetrado, a pesar de que Bersani diga lo contrario”. Pero si bien puede ser que un bebé no se muera si su entorno de recepción falla, puede ser que en efecto muera y muera y muera. La cuestión de lo que una psique o un alma pueden experimentar depende, en gran medida, de lo que piensas que la constituye. El espíritu es materia reducida a una extrema delgadez: ¡oh, tan delgada![16]

En todo caso, Winnicott describe, de manera notoria, “las agonías primitivas” no como faltas o vacíos sino como sustantivos: “frutos”.

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En 1984 George Oppen falleció por una pulmonía y complicaciones derivadas de la enfermedad de Alzheimer. Mary Oppen murió unos años después, es 1990, de cáncer en los ovarios. Tras la muerte de George, varios escritos fueron encontrados en la pared cerca de su escritorio. Uno de ellos decía:

Estar con Mary: ha sido casi tan maravilloso que es difícil de creer

Durante nuestra etapa difícil, pensé mucho en este fragmento. A veces me entraba una urgencia casi sádica de descubrir alguna evidencia de que George and Mary habían sido infelices, aunque fuera por momentos: algún signo de que la escritura de él los hubiera distanciado, de que no se entendieran el uno al otro a profundidad, de que se hubieran dicho cosas horribles o de diferencias en decisiones importantes, por ejemplo si George debía pelear en la Segunda Guerra Mundial, la eficacia del Partido Comunista o si debían quedarse exiliados en México, cosas así.

No era schadenfreude. Era esperanza. Esperaba que cosas con ésas hubieran pasado y que aún así George, balanceándose entre las olas de perplejidad y lucidez que caracterizan un declive neurológico cruel, hubiera querido escribir:

Estar con Mary: ha sido casi tan maravilloso que es difícil de creer

Así que, avergonzada, busqué evidencia de su infelicidad, reprimiendo todo el tiempo el hecho de que mi búsqueda me recordaba a un momento particularmente disfuncional en el relato que Leonard Michael hizo de su tortuosa, explosiva y eventualmente desastrosa relación con su primera esposa, Sylvia. Tras descubrir que un amigo suyo tenía una relación igualmente horrible con peleas igualmente horribles, Michael escribió: “Me sentí agradecido con él, aliviado, mareado de placer. Así que otros también vivían así… pensar que toda pareja, todo matrimonio, estaba así de enfermo, me purgaba como una flebotomía. Era miserablemente normal; normalmente miserable.” Él y Sylvia se casaron y un corto y miserable tiempo después ella murió al ingerir 47 pastillas de Seconal.

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Claro que los Oppen peleaban a veces y se lastimaban, dijiste cuando te conté de mi búsqueda. Seguramente no se lo decían a nadie, por el respeto y amor que se tenían.

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Sea lo que sea que estuviera buscando en la historia de George y Mary Oppen, nunca lo encontré. Sin embargo, encontré algo que no esperaba en la autobiografía de Mary, Meaning a Life, que se publicó al inicio del declive mental de George. Encontré a Mary.

Cuando busqué Meaning a Life en Amazon encontré solamente una reseña. Era de un tipo que le puso al libro una sola estrella, quejándose: “Compré este libro esperando comprender mejor la vida de uno de mis poetas favoritos. Muy poco sobre George y mucho sobre Mary”. Es su autobiografía, pinche imbécil, pensé, antes de darme cuenta de que yo había seguido más o menos la misma trayectoria.

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Resulta que antes del nacimiento de su hija Linda, Mary sufrió varios abortos espontáneos –demasiados, aparentemente, como para llevar la cuenta– así como la muerte de cuna de un bebé de seis semanas. Sobre todo esto, Mary escribe:

“El nacimiento… creo que me asusta intentar escribir al respecto. En el parto me sentí aislada, nunca hablé del tema, ni siquiera con George. A él le sorprendió que dar a luz fuera una experiencia emocional tan intensa y tan completamente mía que nunca intenté expresarla… me gustaría que permaneciera íntegra y he preservado su integridad no hablando de ella, es demasiado preciada para mí. Incluso ahora, escribiendo sobre las vivencias que tuve de los 24 a los 30, quiero abarcar mi aislamiento y la devastación desoladora de la pérdida, la sensación de no ser nada en la mesa de parto, tumbada por la anestesia, sólo para recobrar conciencia y escuchar las mismas palabras: el feto está muerto.”

George y Mary son famosos por vivir una vida de conversación, de poesía. Hablamos como nunca habíamos hablado antes, en un derrame. Pero aquí, Mary no está segura de que las palabras sean lo suficientemente buenas. Nunca hablé del tema, ni siquiera con George. Su experiencia puede haber sido de devastación, pero aún así se preocupa de que las palabras se astillen ante ella (intolerable).

Sin embargo, años después cuando su esposo se empieza a desprender del lenguaje, Mary intenta contarlo.

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En su genial tratado Burbujas, el filósofo Peter Sloterdijk propone algo a lo que llama “la regla de una ginecología negativa”. Para entender realmente el mundo fetal y perinatal, escribe Sloterdijk, “uno debe resistir la tentación de liberarse del asunto con visiones externas sobre la relación madre-hijo; cuando el interés está justo en las conexiones íntimas, la observación externa es ya un error fundamental”. Aplaudo esta involución, esta “investigación espeleológica”, este darle la espalda a la autoridad y avanzar hacia la burbuja de “sangre, líquido amniótico, voz, burbuja sónica y aliento”. No siento ninguna necesidad de liberarme de esta burbuja. Pero hay una trampa: no puedo cargar a mi bebé mientras escribo.

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Winnicott reconoce que las demandas de la devoción ordinaria pueden aterrar a algunas madres, que temen que ceder completamente a ella vaya a “convertirlas en un vegetal”.

Nunca me he sentido así, pero soy una mamá vieja. Tuve cerca de cuatro décadas para convertirme en mí misma antes de tener que experimentar con mi obliteración.

[1] Ludwig Wittgenstein
[2] Gilles Deleuze / Claire Parnet
[3] La proposición 8 fue un referéndum en las elecciones estatales de California que en 2008 eliminó el derecho de las parejas del mismo sexo a contraer matrimonio.
[4] Eileen Myles
[5] Susan Fraiman
[6] Judith Butler
[7] Jacques Lacan
[8] Denise Riley
[9] Judith Butler
[10] Deborah Hay
[11] Sara Ahmed
[12] Ahmed
[13] Elizabeth Weed
[14] Susan Sontag
[15] Leo Bersani
[16] Ralph Waldo Emerson